viernes, 14 de octubre de 2011

La Dolce Vita

Nota: Este relato lo tenía escrito en borrador desde hace algún tiempo, en unas hojas de papel. Mi inspiración fue el haber vivido en mi propia casa el cáncer. Mi intención con él es hacer una crítica social a varios asuntos que se pueden leer entre líneas, a la vez que romper una lanza a favor de los enfermos de cáncer, y darles todo mi apoyo para su recuperación. El relato es duro y claro, pero es real. Los enfermos de cancer se enfrentan a un peligro de muerte real, y muchas veces nosotros, sus familiares, sus amigos, no nos damos cuenta y no nos solidarizamos lo suficiente con su sufrimiento y su dolor. 

Soy consciente de que la sensibilidad de muchas de las personas que lean esto puede verse herida. No obstante, con este relato no quiero decir que una persona enferma de cáncer no tenga esperanza de sobrevivir. Por supuesto que la tiene, en especial si su diagnóstico es temprano. Pero mi intención es más la de concienciar a las personas sobre la gravedad de esta terrible enfermedad. Ya que, muchas veces, no comprendemos a los enfermos de cáncer porque adoptamos una postura de "no aceptación" que le "quita hierro al asunto". Y esto hace que muchas veces los enfermos de cáncer se sientan incomprendidos.

Por último, quisiera dedicar este relato a la memoria de mi padre. Lamentablemente, algunas cosas de las que explico sucedieron de verdad.


Amanda es una niña preciosa de 8 años. Cada día va al colegio con un vestidito y una mochila de Ratatouille. Es la niña más guapa de su clase. Tiene el cabello rubio y los ojos de color miel. Su cara es la seña de la inocencia más pura. 

Pero Amanda está muy triste.

El papá Amanda ya no habla mucho. No tendría mucho que decir, salvo remarcar lo muy puta que es la vida.

No piensa en nada. Ya ni siquiera piensa en que querría llegar a casa para abrazar a su hija. Porque no llegará nunca a casa. No saldrá nunca de ese hospital. Por lo menos no saldrá de él vivo. Porque sabe que va a morir. Y esa certeza tan desesperante es todo lo que ahora tiene sentido en su vida.

Su cabeza sólo puede pensar en que quiere vivir. No quiere morir. Y tiene mucho miedo. Está harto. Ya no aguanta más toda esa mierda. Lo que hay estirado en la cama no es él. Es un pellejo. Un tipo desconocido, consumido por el cáncer. No es él. Él es joven. No, definitivamente no es él.

Hace mucho tiempo que Amanda no ve a su papá. Él sólo piensa en curarse. Y en que está muy asustado. El papá de Amanda jamás imaginó que alguien podía llegar a estar tan asustado.

En la planta 13 del Hospital Universitario Germans Trias i Pujol las enfermeras hablan animadamente detrás del mostrador de la recepción. Se cuentan cotilleos ajenas al dolor insoportable que está a tan sólo unos pasos de distancia, dentro de las habitaciones, donde yacen los enfermos. Allí la muerte y el sufrimiento extremo son algo tan cotidiano que ya nadie parece prestarle mucha importancia. Salvo los enfermos y sus familias. Detrás de cada una de esas puertas hay un drama, una familia rota y alguien que va a morir.

El papá de Amanda tiene un nuevo compañero de habitación. Es un chico muy simpático. Tiene 33 años, y también tiene cáncer. A él le tuvieron que cortar la lengua y extirpar unos ganglios en el cuello. Cuando habla apenas se le entiende. Suele hacer bromas a las enfermeras, y no deja de hablar animadamente de sus hobbies. Pero lo cierto es que nadie puede entender ni la mitad de lo que balbucea. Todo el mundo le sonríe con condescendencia. A algunos se les ve la sombra de la incomodidad en sus rostros. Y de la compasión.
En esas habitaciones cada día se producen escenas que muestran una idea de hasta dónde puede llegar la miseria de la condición del ser humano.

Al papá de Amanda le gusta más este nuevo compañero. Su optimismo le anima. Admira que alguien pueda llegar a ser tan optimista en una situación asi. Incluso le transmite algo de esperanza. Anteriormente, había compartido la habitación con otro enfermo que llevaba años con cáncer, y se había vuelto loco. Estaba harto que las enfermeras lo tuvieran que limpiar cuando se cagaba encima, harto de la mierda de comida que servían en el hospital, harto de la quimioterapia que le quemaba las venas. Harto de no estar en su casa viendo tranquilamente la tele con su perro. Eso le decía a su hijo mayor cuando iba a visitarlo: que únicamente quería salir de allí y estar con su perro.

Si algo tiene en común la gente de allí es que todos están hasta las pelotas. Los familiares están hasta las pelotas de las horas muertas, las esperas, el sufrimiento de un ser querido, las prisas, las recetas médicas sin sellar. Hasta las pelotas de ir de culo, de esa puta pesadilla. Los oncólogos están hasta las pelotas de su trabajo. De que no hayan camas vacías, de las urgencias, de los sarcomas, de los casos raros, de las complicaciones de la quimio, de las familias desesperadas, de los pacientes que se mueren. 

Y los enfermos están hasta las pelotas de estar experimentando el infierno en vida.

Entonces se enciende el televisor. Hay un spot publicitario en blanco y negro. Anuncia una bebida alcohólica. Parece ser que son personas disfrutando en una fiesta muy elitista. Glamour, Lamborghinis, trajes de seda italiana y pulseras de oro blanco. Mujeres con las tetas a punto de reventar el vestido. Se palpa en el ambiente que sólo quedan unos minutos para que comience el desenfreno sexual. 

Sí, es un mensaje esperanzador. Tomaremos una copa de Martini, y entonces todo irá bien. Seremos como ellos.

La Dolce Vita.

Salvo para el enfermo que yace en la cama, consumido por el cáncer. Él sólo piensa en curarse. Y está asustado.

Cuando Amanda vuelve del cole, la casa está vacía. Enciende el televisor y ve un anuncio en blanco y negro. No entiende muy bien lo que significa, pero le gusta. Hay algo irreal y sofisticado en él que atrae su atención. Quiere ser como las personas que salen en ese anuncio.

Definitivamente, ella quiere ser así cuando sea mayor.


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